Andrés Franco
Para comprender mejor el relato de un padre de familia, hombre sensato aunque quizá un poco impulsivo, que un buen día advirtió que la bronca con la que acababa de echar a uno de sus hijos era desproporcionada e injusta.
No habían pasado más que unos minutos cuando comprendió que había interpretado la situación de un modo totalmente erróneo y que su reacción había sido impropia y exagerada.
Como era un hombre leal y de principios, se dirigió hacia la habitación de su hijo para disculparse. En cuanto abrió la puerta, lo primero que escuchó fue:
—No quiero perdonarte, papá.
—Lo siento, no me había dado cuenta de que tenías razón.
¿Por qué no quieres perdonarme, hijo?
—Porque hiciste lo mismo la semana pasada.
En otras palabras, lo que el niño quería decir es: «Papá, no pienses que vas a resolver este problema simplemente pidiendo disculpas. Tienes que cambiar.»
Aunque no sea éste un ejemplo especialmente modelo en cuanto al perdón, de este relato puede sacarse una enseñanza importante: no basta con pedir disculpas, es preciso también corregirse y procurar reparar el daño causado.
Sería un error pensar que pidiendo disculpas se arregla todo sin más. El daño que ya se ha hecho, aunque se perdone, suele tener unas consecuencias que no pueden ignorarse. Por eso la petición de disculpas ha de ir siempre unida a un sincero y eficaz deseo de corregir en ese punto nuestro carácter, rectificar nuestra conducta y compensar de algún modo ese daño.
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